Cuentan que la pequeña Harriet Thackeray, hija del novelista inglés Wiliam Thackeray, le preguntaba a su padre con consternación: “Papá, ¿por qué tú no escribes libros como Nicholas Nickleby?” Y es que, como apuntaba uno de los más importantes críticos de su época, Walter Bagehot, “no hay ningún escritor inglés contemporáneo cuyas obras sean leídas con tanto deleite por toda la casa, criados y señores, niños y adultos”. Esta observación se ajusta estupendamente a Nicholas Nickleby, una de esas largas novelas por entregas que los lectores de Dickens esperaban con tanta avidez. Nicholas Nickleby es, en primer lugar, un feroz ataque satírico contra las escuelas de Yorkshire de la época, donde los menores recibían un trato brutal por parte de individuos avariciosos y crueles, que habiendo demostrado su absoluta incompetencia en todo tipo de oficios y negocios solo tenían como último recurso hacerse maestros. Pero no es esta una novela amarga. Junto a la vileza y mezquindad de algunos personajes, hay otros cuya generosidad y nobleza resultan tan irreales como los vicios de aquéllos. Y es que, en las novelas de Dickens, el humor que magníficamente impregna todas las páginas aun cuando se relatan los más tristes episodios, y el amor siempre triunfante por encima de cualquier mal designio, de cualquier circunstancia adversa o voluntad malévola, parecen estar ahí para recordarnos que la lectura, como la vida, debería tener siempre un final feliz, contra todo pronóstico.