Estos fantasmas son de carne y hueso porque están vivos en la memoria del autor, como podrían estarlo en la de cualquiera, a veces insistentes, casi asediantes, otras semiocultos en algún resquicio del recuerdo, otras agazapados en la evocación de lecturas pasadas, de una anécdota trivial o de un lugar anodino, otras desdoblados en desconcertantes espejismos, otras aún sombras que remiten a sueños imprecisos, sensaciones apetecidas y casi siempre fustradas o deseos largamente acariciados y jamás conseguidos. Ocho cuentos poblados de fantasmas, todos ellos precedidos por una llamémosla «advertencia» en la que el autor parece confesar que, aunque él se deja habitar descontroladamente por esas presencias enfebrecidas, a ellas les debe el ser escritor, de ellas extrae la savia que alimenta a sus personajes, gracias a ellas crea y recrea historias que no se sabe si ocurrieron ya, si en realidad nunca ocurrieron o si, por el contrario, están a punto de ocurrir.