El vapor Fidèle surca las aguas del Mississippi rumbo a Nueva Orleans; es 1 de abril, día de los inocentes en el mundo anglosajón, en un tiempo en que muchos se marchan al Oeste en busca de fortuna y se presiente ya la guerra de Secesión. Viaja en la nave un mundo variopinto y seductor: empresarios filántropos y negreros, predicadores y agentes de bolsa, charlatanes, prestamistas, campesinos, maleantes, damas de la caridad o veteranos de la guerra de México, ancianos en su último suspiro y vagabundos de toda laya, unos crédulos, otros escépticos; el lugar ideal para que un artista de la estafa disponga, para cada uno de ellos, un engaño a su medida. Melville ya había revolucionado la novela americana con Moby Dick. El Estafador y sus disfraces, igualmente ambiciosa, heredera de Bocaccio y Chaucer, pone en escena multitud de historias que recrean las mil y una posibilidades del fraude. La narración se nutre de un mosaico de lecturas (la Biblia, Shakespeare, Cervantes, Swift, Twain o Dickens, además de los filósofos griegos) y recrea en sus personajes a figuras del olimpo americano: Emerson, Thoreau, Hawthorne, incluso a un errante Edgar Allan Poe.