Ojerosa y pintada pertenece al tríptico de novelas que plasmaron el descubrimiento de México DF como una inmensa metrópoli. Y como sus otras dos hermanas de hallazgo, La región más transparente, de Carlos Fuentes, y Palinuro de México, de Fernando del Paso, no pudo ser concebida sino como un relato polifónico. Es más, quizá sea la más coral de las tres, dado que su trama es la jornada completa de un taxi y su chofer, quienes ni muestran su identidad para que sea la propia urbe —a través de los incontables pasajeros con sus afanes— la que se constituya en protagonista y, a la vez, en relato y retrato de sí misma. Por esa circunstancia, también podríamos adscribir a Ojerosa y pintada a lo que se llamó “novela testimonial” e incluso “neorrealista” y cuyo singular exponente, en España, sería El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio. Pero Ojerosa y pintada cuenta, además, con el don de la circularidad, como si las veinticuatro horas en que transcurre no fueran más que uno de los giros del incesante y abigarrado bucle que es la vida en el Distrito Federal.