Una mujer llamada Kate vive sola en una casa en la playa y escribe a máquina un alud de recuerdos y reflexiones aunque nadie los leerá, convencida como está de que es el último ser humano sobre la faz de la tierra. Lo sabe con certeza, pues no ha dado con un alma a pesar de haber recorrido el mundo entero, refugiándose en la National Gallery, en el Metropolitan o en el Louvre, donde quemaba antigüedades y marcos de cuadros para soportar el frío en invierno. Así, revisitando los hitos de la cultura occidental –de la Odisea a Picasso, de Leonardo da Vinci a Brahms, de Shakespeare a Wittgenstein–, hilando un tema con otro, empiezan a asomar aquí y allá las hondas fracturas de la mente de Kate, y la narración se revela entonces en toda su amarga y conmovedora belleza. En ese baile entre lo dicho y lo no dicho transita esta novela magistral, ambiciosa y poética que David Foster Wallace señaló como una de sus obras favoritas. Más allá de su innegable ingenio, más allá de su humor, su ironía y su virtuosismo, La amante de Wittgenstein supone en última instancia una poderosa reflexión sobre la memoria, el lenguaje, la incomunicación, la locura y la más desgarradora soledad.