En aquellas mismas estancias, que incluso habían servido de improvisada enfermería durante la guerra civil, había contraído matrimonio con mi abuelo, un contrabandista de pieles y marfil investido de un aura peligrosa que le había robado el corazón sin esfuerzo, un ser impulsivo que ni siquiera había podido aguardar a que terminara el convite para desflorarla, improvisando un tálamo sobre los sacos de harina de la despensa mientras los invitados los buscaban para cortar la tarta. Premio Iberoamericano de Relatos Cortes de Cádiz.