Ámsterdam, finales del siglo XIX. Keetje Oldema tiene nueve años. En su familia, la pobreza es constante. Se agrava con cada nuevo hijo, y el cansancio y el desaliento de sus padres (por quienes siente una mezcla de admiración, piedad, odio e indiferencia) hacen cada vez más frecuentes los embates de la miseria. Con tanta crudeza como sencillez, la narradora relatará años más tarde aquella época oscura de infancia y adolescencia. Tatuada por el hambre, Neel Doff emprende así una novela de acusados tintes autobiográficos en la que evoca con precisión el frío extremo, la humillación, los desahucios, las pulgas, los abusos, la búsqueda vana y desesperada de un trabajo cualquiera y sus comienzos en el mundo sórdido y degradante de la prostitución, tema tabú por entonces. Pese a hallarse enmarcada en un escenario histórico de transición entre el realismo y el naturalismo, la obra trasciende ambas categorías para instalarse en un espacio propio donde la inmediatez de lo real adquiere resonancias de una amplitud desacostumbrada.