«Todo necesita tener un principio, incluso siendo ese principio aquel punto final que no se puede separar de él».
Uno por uno, los cuentos de José Saramago prenden de modo irrevocable en la sensibilidad y la memoria del lector.
En «Silla», una carcoma va royendo minuciosamente el asiento de Salazar hasta que cae la dictadura. «Embargo» nos cuenta la ocupación de un hombre por su automóvil, mientras la gasolina va acabándose y la muerte se cierne sobre ambos. En «Reflujo», un inmenso y único cementerio va absorbiendo todos los demás hasta la muerte del monarca. En «Cosas», Saramago imagina una ciudad sometida a una dictadura absoluta, donde la disidencia se concreta en la rebelión de los objetos. Un último ser fantástico, mitad hombre y mitad caballo, se esconde desde hace siglos en las sombras de «Centauro». Y «Desquite» es una brevísima parábola en la que un muchacho contempla la castración de un cerdo y se lanza a un río para cruzarlo a nado, mientras lo mira una rana, sabiendo que en la orilla de enfrente lo espera una chica desnuda.
El propio Saramago acumula así todos los sabores literarios de Casi un objeto: «El dictador se cayó de una silla, los árabes dejaron de vender petróleo, el muerto es el mejor amigo del vivo, las cosas nunca son lo que parecen, cuando veas un centauro confía en tus ojos, si una rana se burla de ti, atraviesa el río. Todo son objetos. Casi». Todos son espléndidos. Sin casi.