TRENES HACIA TOKIO

TRENES HACIA TOKIO OLMOS, ALBERTO

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Resumen

Este libro compone un escenario alucinado de la vida en un país lejos de casa, una narración escrupulosa de la cotidianidad menos trillada: esa que oculta la armadura emocional de una sociedad. Profesores de español, inmigrantes latinoamericanos, obreros de fábricas, alfareros, pianistas, colegiales depravados, japoneses sin Internet y chinas estrafalarias se suceden en esta narración minimalista, donde el idioma se aplica a narrar hasta que salta la chispa de la ironía, el fogonazo poético.

1 Críticas de los lectores

Trenes que van hacia Tokio. Una de las mejores novelas de Olmos. Esto no es una reseña (o sí), que para eso ya está Qué leer, esto es otra cosa, no sé el qué, pero otro cosa. Me quedan cincuenta páginas para acabarlo, tengo dos horas por delante, y me llevo el libro al parque. Allí hay unos doscientos niños pululando. Busco un sitio tranquilo. No lo encuentro. Me sitúo frente a los columpios. Hay que tener a los churumbeles a tiro. Saco mi libro y quiero acabarlo. Me ve una amiga Búlgara y se arrima a mí. Hace la pregunta chorra, tipo ¿parece que llueve no? que aplicado a la literatura, es ¿lees no?. Sí. A quién, me pregunta. Olmos. No lo conozco. Alberto Olmos. No lo conozco. Yo tampoco conozco ningún escritor Búlgaro. Estamos empates. Saluda y se va. Viene Jesús. ¿Leyendo? pregunta. Ganas me dan de decirle que no, que el libro es una excusa para evitarme a los pesados a los que les da lo mismo que estés leyendo o no. No le digo nada porque yo todavía respeto a los mayores. Al final se va. Leo otras diez páginas. Me río. El libro me hace reír. Les toca el turno a las nacionales. La madre de otra amiga de mi hija. ¿Qué lees?. Nada, a un tal Olmos. No lo conozco dice ella. Ya, lo normal, contesto yo. No digo que no lo conoce ni Dios, porque Dios lo sabe todo, lo conoce todo, pero no hace nada por aliviarnos. Ella también dice que lee mucho, lee a Asensi, a Reverte a Zafón. Me zafo de ella. Su hija llora. Cambio de banco. Dos niños marroquíes juegan al lado mío. Sigo a lo mío. Leo y me río, leo más y me río más. Al final me río sin necesidad de leer. Viene a mí, la intelectual de la cuadrilla. Se sienta en el extremo del banco. Saluda. Vigila a sus niñas. Pongo el libro como un avión buscando pista. Mira por el rabillo del ojo intrigada. Las niñas quieren montarse en el columpio. Voy para allá. Dejo el libro boca arriba. Vuelvo. Aquí leyendo, digo. Una obviedad no va a hacer el mundo peor. Leo a Olmos. Ella se encoge de hombros. ¿Lengua de Trapo?. En mi vida he oído esa editorial. Publica a autores jóvenes, le digo. Ya. Ese ya contiene desprecio. Tanto desprecio que me alegro de que ella solo le interesen los que publican en Alfaguara, Paidos, Acantilado (la visualizo precipitarse por uno). Al fin solo. Veinte páginas para acabar el libro. Quiero acabar, pero no quiero quedarme solo. Los dos niños marroquíes que son hermanos se ponen debajo del banco a clavarme un palito en el culo. Lo dejo pasar, y me río. Me río del palo, me río de los marroquíes. Vuelvo al columpio. Al volver el libro está en el suelo. Los niños están ahora sentados en el banco. La hermana mayor dice que eso no se hace. Me enciendo. Miro a mi izquierda y en dos bancos, hay dieciséis mujeres con pañuelo sentadas y otras cuatro más de pie, todas ellas con sus churumbeles. Sé el número porque lo cuento con los dedos varias veces para no olvidarlo. Los drones que estarán allí arriba pueden confirmar esto. Reflexiono acerca de dónde están los hombres marroquies. Quizá sea que El Corán les prohíbe ir a los parques infantiles o que prefieren que vayan sus mujeres mientras ellos hacen otras cosas. El caso es que cojo el libro del suelo y agradezco al Alcalde, al Concejal o a quien proceda que ahora los perros cuando cagan en el suelo, los dueños les recojan sus caquitas. El libro lo recupero y está en perfecto estado. Los niños me miran. Les pregunto si saben leer. Dicen que sí. ¿En castellano?. Por supuesto dicen. Bien. Se lo enseño. ¿Qué pone aquí?. Alberto Olmos. Muy bien. Repetirlo en alto. Alberto Olmos. No olvidéis nunca ese nombre, les digo. Ahora saben quien manda. Me miran y hablan entre ellos en su lengua y luego se ríen. Yo también y eso los descoloca. Se van. Vuelvo a mi soledad. Acabo el libro, sí, casi oscurece pero acabo el libro. Y al leer la última página me vence la melancolía de los años vividos. Siento como mía la soledad de Olmos en Tokio, sé de lo que habla, sé de lo que escribe. Las niñas me agarran de las manos. ¿pasa algo, preguntan?. Nada. No pasa nada. No saben lo que es la melancolía. No saben tampoco qué es llorar de alegría. Toca volver a casa.

hace 9 años