Cuando la vieja imprenta local en la que Felipe Díaz Carrión llevaba media vida quebró, él se quedó sin trabajo y sin posibilidades de conseguirlo. Era la época en que se emigraba a las industriosas poblaciones del norte. Su hijo tenía nueve años, y no había día en que Asun, su mujer, no le pidiera a Felipe que se marcharan. Así que cerraron la casa y se fueron al norte. Felipe trabajó primero en la construcción, y después en una fábrica de productos químicos. Tuvieron otro hijo, se compraron otra casa, y pasó el tiempo, y la vida los cambió. Porque algunos de los miembros de la familia –el hijo mayor y Asun, que quizá no soportaban ser para siempre los otros, los charnegos– no pudieron sino sucumbir a las obsesiones de identidad y afirmación. Y éstas son algunas de las líneas del mapa del territorio de esta hermosísima novela contemporánea y ferozmente sabia, donde se anudan pasado y presente en la historia de tres generaciones. Una novela que nos habla de las persuasiones de la vileza moral como proyecto político y que pone el dedo en una de las llagas de nuestro pasado reciente. Una meditación, también, sobre las palabras y los sentidos que con ellas atribuimos o arrebatamos a las cosas.