Los habitantes de Malvania han decidido que el alma es una enfermedad, que Dios es una proyección esquizofrénica, que el único arte posible es el que nos solaza con fórmulas tan vacuas como estridentes. Los habitantes de Malvania beben para anestesiar la nostalgia del espíritu, frecuentan las consultas psiquiátricas para mantener a buen recaudo la conciencia, aman sin tino, como quien se entrega a un automatismo o a una pulsión bárbara. No es que sean exactamente hombres malvados; es que han dejado simplemente de ser hombres, se han convertido en meros artefactos. Su existencia es una sucesión de vacuos regocijos que Jaime Royo-Villanova relata con hilarante sarcasmo.