Como en la Viena de Schnitzler o la Roma de Marguerite Yourcenar, La noria es una declaración de amor a la ciudad del autor, Bruselas, que brilla con una luz que guarda sus secretos con la dulzura de una lámpara de noche. La vida es discreta según Jacques de Decker, va y viene, es algo lenta como una noria que gira ante nuestros infortunios. Si desde el parque de atracciones se divisa el resto de la ciudad, La noria gira de un personaje a otro. Sin darnos cuenta nos deslizamos de una mujer a un hombre, de un viejo a un niño, de la enferma a la enfermera, y de repente la curva encuentra su punto de inicio, la partida está jugada, el libro escrito. Y nosotros, sorprendidos por la verdad de esos personajes que sin estridencias afirman con naturalidad su vida. Emparentados por la imaginación y la ternura, esos bruselenses, como los “dublineses” de Joyce, acaban por mostrarnos una ciudad mágica a través de sus destinos diferentes, sus amores, sus decepciones, sus sueños entrecruzados. La amistad y el amor se envuelven en un presente que encuentra sus raíces en una cadena amistosa que se abre paso ante la rutina. Desde la primera vuelta de La noria se revela con toques leves y ligeros el frágil sentido de lo cotidiano. El arte del matiz que silencia lo que el lector descubre y la atmósfera inaprensible que envuelve los diálogos de unos personajes encantadores y profundos, convierten en un espectáculo esta novela tribal que nos deja con el corazón rebosante de satisfacción.