Cuando una parte de los europeos se desencantó del resto, floreció el prado de Rosinka. Después de la tragedia que trajo consigo la Gran Guerra -la también conocida como Primera Guerra Mundial-, diferentes movimientos alternativos acogieron a quienes quisieron bajarse del mundo. En el seno de uno de ellos, el de los Wandervogel alemanes, nació el amor entre Sigfried y Elfriede. Ambos se instalaron en los Sudetes checos, ambos soñaron con un proyecto de vida autosuficiente. A través de diecinueve cartas, Elfriede desgrana los pormenores de su experiencia al joven nieto de una vieja amiga. Ella y su marido lucharon por otra existencia en las décadas de los años veinte-treinta; su amigo por vía postal comparte el mismo anhelo, pero en los años setenta. En un sencillo viaje al pasado, Elfriede narra la formidable experiencia de dos soñadores en una época convulsa. La vigencia de EL PRADO DE ROSINKA es incontestable. Veinte años después de su publicación y en un mundo como el nuestro, agotado y sumido en una crisis existencial aguda, la valentía de aquella pareja representa un bálsamo. Gudrun Pausewang ficcionó ligeramente los diarios y notas de su madre para trazar unas memorias sui géneris. Pero Pausewang no apela al sentimentalismo; con las cartas pretendió abrir caminos que sacaran a la Humanidad del callejón sin salida que fue el siglo XX y que es el XXI, para sanarla del mal de la prisa y que tomara conciencia del cataclismo ecológico. (Jorge Juan Trujillo, 10 de diciembre de 2018).
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