James Whale fue un hombre que se inventó a sí mismo. Nació en una familia de la clase obrera inglesa y trabajó como zapatero remendón y como chapista hasta que fue enviado al frente en la Primera Guerra Mundial. Cayó prisionero y organizó con otros oficiales dentro del campo un grupo de teatro. Cuando le liberaron, regresó a Inglaterra con un impecable acento de clase alta y una nueva confianza en sí mismo y en su destino. Tras algunas temporadas en el West End londinense, como actor, marchó en 1930 a Hollywood. Y allí se pasó para siempre al cine y dirigió algunos de los más grandes éxitos de todos los tiempos, entre ellos, el inmortal Frankenstein y su espléndida secuela, La novia de Frankenstein. Pero en 1957, tras años de silencio y olvido, fue encontrado muerto en circunstancias poco claras, flotando en la piscina de su mansión de California, la misma piscina donde daba fiestas para sus jóvenes amantes y los miraba retozar desnudos. La escena era digna de El crepúsculo de los dioses, pero también del cine gótico que él había dirigido con mano maestra. Christopher Bram, cuyo ingenio y sabiduría para desentrañar las corrientes subterráneas y códigos no explícitos de la escena social han hecho que se le comparara con Gore Vidal y con Henry James, explora los misterios de la vida y la muerte de este fascinante personaje. En una novela sorprendente, donde se mezclan realidad y ficción, poblada por estrellas en pleno esplendor y monstruos sagrados en fascinante decadencia, el «padre de Frankenstein» que tan bien había comprendido la curiosa relación que existe entre el horror y la comedia, se las ingenia para dirigir las escenas finales de su vida.