Durante años, cuando me caía del cielo una mota de nieve que se parecía a un cuento, la soplaba con todo el trópico de mis pulmones para que se esfumara y no me distrajera de mi novela. Hace unos meses me sentí solicitado por estos episodios tan diminutos en los que por ahí descubría gotas de mi sangre esparcida durante el día y acumulada como un pequeño soplo. Otras veces eran pequeños tesoros de imaginación y fantasía, liberadores que me habían sido donados no se por quién durante el sueño. Sentía que su construcción era débil, que se me daban como una oferta tímida para que hiciera de ellos algo con cierta solidez y cierta arquitectura estable. Los consideraba gracias menores de los dioses que pueden regirme, sin creer en la existencia de ningún dios. Y esa condición de ser obsequiado con sugestiones menores que en nada iban a contribuir a que yo construya una catedral, sino pequeñas capillas, vaya a saber de qué credo, me distrajeron profundamente de tales donaciones. Hasta que conmiserado de mi mismo por el tamaño de la empresa que había asumido cuando me di cuenta de lo poco que queda de vida por lo que ya tengo de edad, por lo que ya gasté de la cuota, paré durante un tiempo y me puse a escribir cuentos. Antonio Di Benedetto