El joven presidente de la Comunidad Autónoma recibe una rata muerta dentro de un cofrecillo de plomo. Este desagradable incidente podría significar nada más que la rabia de un ciudadano perjudicado por las decisiones políticas, pero son tantos en estos tiempos. En las arcas del Gobierno ya no queda dinero, se ha acabado el milagro de la multiplicación de los panes, aeropuertos, hipódromos, autopistas... Alguien había definido Mallorca como Sicilia sin muertos, pero ¿hasta cuándo? Mallorca, en la obra de Guillem Frontera, podría ser también el laboratorio del mundo, donde la naturaleza humana prospera según las reglas elementales de la especie y donde crece especialmente la codicia —que en su versión evolucionada se llama corrupción. El sol es tibio, suena la melodía de un violoncelo tocado magistralmente por una bella joven eslava, el hedonista y cínico sesentón Mateu Llodrá toma Camparis pensando en cómo satifacer su particular sentido de la justicia. Y la rata muerta tiene la perversa capacidad de perturbar el curso de las cosas, en un tiempo repleto de abusos en que el presidente de la Comunidad Autónoma invoca la regeneración.