Un viejo caballito de plástico blanco y azul espera a las dos hermanas cuando entran en casa del padre, un hombre solo que murió hace un año, dejando tras de sí pocos recuerdos y algunas manchas de café en el mantel. Sofía y Rita han venido al pueblo para recoger lo poco que queda de aquellos años en que eran niñas y pasaban los veranos allí, en el sur, cerca de la playa. Rita, tan esbelta ella, tan hermosa, tan lista, parece dispuesta a despachar el asunto y volver a lo suyo, pero Sofía sabe que esa casa será el refugio donde ella y Leo, su niño de cinco años, van a instalarse para curar un desamor que la ha dejado sin fuerzas. Allí se quedan madre e hijo, paseando esa nueva vida por las calles donde se abren las primeras sombrillas, masticando arroz y fruta limpia, intentando imaginar un futuro que tenga sabor. ¿Y Rita? Rita se va pero vuelve porque hay recuerdos que queman y el rencor pide paso. Finalmente, encerradas en esa casa que parecía muerta, las dos hermanas nos van a contar una historia dura, algo que nadie quería saber, un secreto del que quizá sería mejor olvidarse, y que solo la buena literatura sabe rescatar para que ese dolor, esa rabia y la ternura que de repente asoma sean también nuestros.