Un viajero inglés conoce a una enigmática y elegante dama francesa, Berthe de Rennes, que vive retirada, dedicada a pintar, en la isla egea de Mitilene. Cautivado por uno de sus cuadros, en el que aparece un bullicioso puerto del Caribe a los pies de un volcán, poco a poco el viajero se gana la confianza de Berthe, y ésta empieza a hablarle de cierta isla antillana, Saint-Jacques, al oeste de María Galante y de Dominica, un exótico paraje en el que, entre finales del siglo XIX y principios del XX, transcurrió su juventud. Institutriz de los cinco hijos de los Serindan, una de las grandes familias aristocráticas de la isla, Berthe vivió de cerca una dramática y romántica intriga en medio de las exuberantes plantaciones, la displicencia de la nobleza criolla, la vitalidad de los negros descendientes de esclavos y la omnipresencia del volcán. Precisamente, en una noche del martes de carnaval, mientras pasan las mascaradas por los salones abigarrados, los numerosos invitados –incluidos el gobernador, el extravagante capitán Joubert y la flor y nata de la isla– disfrutan de exquisiteces y suenan los violines, la intriga cederá el protagonismo al humeante volcán.