–Juro que si nace una niña, la mataré –dijo Yin, blandiendo un cuchillo herrumbroso.
La señora Wang sintió un pinchazo helado en el estómago y se estremeció. Sabía, sin lugar a dudas, que su hijo decía la verdad. La mujer de Yin estaba en el cuartucho de al lado, a punto de dar a luz. Si traía una hija al mundo, la pequeña estaría condenada. Estaba segura. La señora Wang era capaz de reconocer, con total certeza, si su único hijo mentía o decía la verdad. Lo advirtió por primera vez cuando Yin era un mocoso inquieto que empezaba a dar sus primeros pasos. Veintitrés años después, su hijo se había convertido en el cabeza de la pequeña familia de campesinos y, en todo ese tiempo, la señora Wang no se había equivocado con él ni una sola vez. Por eso, al escuchar sus palabras, deseó con todas sus fuerzas no haber poseído jamás ese don, convertido ahora en maldición. Los sollozos de un bebé se escucharon al otro lado de la puerta.
–Juro que si es una niña, la mataré –repitió Yin.