En su casa de campo de los Pirineos franceses, a la que apenas acude ya, Sir George Dillingham encuentra a su sobrino Alexis (un muchacho que ha huido del colegio y se ha refugiado allí sin avisarle) en brazos de Rose Vibert, joven actriz francesa sin nada mejor que hacer... Arranca así «un ménage à trois lleno de encuentros y desencuentros, a la vez frívolo y culto, sensual y elegante» según dijera la crítica de la época; un verdadero entramado también culturalista, pero sin pedantería ni erudición, como sin importancia, que construye una red de referencias absolutamente implicada en el sentido profundo de la peripecia, dibujada con un fino equilibrio entre el humor, el sarcasmo, la tragedia y el «escándalo». Y bajo ese ligero cendal flotante de leve frivolidad palpita algo inquietante, raro, una tensión con el mundo de los convencionalismos pero expresada como si todo pudiera tomarse a la ligera, incluida la violencia (de género). Gracias a ese artificio de ver en calma lo trágico, de marginar lo decisivo para concentrarse en momentos aparentemente menores, más el relieve que cobran ciertos elementos sensuales (la comida, la bebida, la naturaleza, la belleza...), se sobrepone una suerte de canto a la existencia, es decir, al valor de existir y entregarse a ello.