Después de la crisis de 2001, una nueva camada de rioplatenses desembarcó en España. Fueron muchos, estaban muertos de hambre, eran profesionales de clase media y tenían un afán secreto: corromper la cultura ibérica hasta conquistarla. Entre sus objetivos se destacaban: contaminar la gastronomía peninsular, seducir a la mujer española, imponer sobremesas filosóficas, masificar el consumo de dulce de leche, obligar a los hinchas de fútbol a entonar cantitos con argumento, educar al carnicero en el corte paralelo al nervio y, sobre todo, invadir las guarderías españolas de chicos con apellidos terminados con la letra «i».