Camino en dirección opuesta a una novela cuando alguien en algún dominical la cataloga como obra maestra, me alejo de ella, tardo en leerla. Pero en este caso, frené en seco por su título. Chernóbil me llevó a Prypiat -uno de los tantos núcleos de población abandonados tras la explosión-, y Prypiat de vuelta a mis orígenes, a todas las ciudades nacidas al amparo de la industria, en ocasiones próximas a la prosperidad, asiduas de la miseria la mayoría de las veces, siempre con la eterna sombra de la extinción pegada a sus talones. Conque seguí a Nesterenko a través de calles sembradas de soledad y entre edificios con cara de posguerra sin guerra previa, y entendí que sí, que «El ciclista de Chernóbil» era un sentido homenaje al arte. Tuve la oportunidad de reencontrarme con esa otra Humanidad, con la pequeña colonia de las gentes del átomo, con quienes volvieron por amor a la tierra y a los que dejaron bajo tierra, por amor a los frutos que aún le nacen, aunque su sabor sea el de la central nuclear siniestrada. Los samosiol se hablan con una dulzura solidaria en un entorno sembrado de dramas colectivos y su actitud, la firme esperanza de respirar un minuto más, genera tal contraste con el desastre vivido, que de una u otra forma todos alcanzan el alma del lector. Bajtiárov cantando por Demis Roussos en el destartalado teatro Prometeus o Nastia, eterna enamorada de su casa, cuidadora infatigable de la tumba de su yerno, sobre la que ha plantado cebollas, convierten lugares de tragedia en escenarios de nostalgia. En realidad es Javier Sebastián el que toma una foto en tonos sepia de una zona moribunda, desangrada de sangre invisible. Su pequeña tribu de locos, de desheredados por la radiación, se hace necesaria. Su aparente falta de cordura esconde razones de peso para que el lector trate de sacarlos de las páginas y de distribuirlos por el mundo; sin duda, harían de él un sitio mejor. Nesterenko, nuestro ciclista, el ucraniano que sí existió y contó la verdad, y que trató de ayudar a los afectados, da paso a la historia, una historia que el autor encaja a la perfección, aun cuando hablar de la energía nuclear nunca ha sido fácil. En un planeta como el nuestro, postapocalíptico por los cuatro costados, herido de todas las heridas posibles, con una especie en terrible extensión e inevitable extinción dominándolo, sólo queda declararse samosiol.
hace 4 años