Momentos antes de que empiece la pomposa celebración de su centésimo cumpleaños, Allan Karlsson decide que nada de eso va con él. Vestido con su mejor traje y unas pantuflas, se encarama a una ventana y se fuga de la residencia de ancianos en la que vive, dejando plantados al alcalde y a la prensa local. Sin saber adónde ir, se encamina a la estación de autobuses, el único sitio donde es posible pasar desapercibido. Allí, mientras espera la llegada del primer autobús, un joven le pide que vigile su maleta, con la mala fortuna de que el primer autobús llega antes de que el joven regrese y Allan se sube sin pensarlo dos veces, con la maleta ajena a rastras. Aún no sabe que el joven es un criminal sin escrúpulos y que la maleta contiene muchos millones de coronas. Pero Allan Karlsson no es un abuelo centenario cualquiera (a lo largo de su vida ha coincidido, en una sucesión de hilarantes encuentros, con Franco, Stalin o Churchill; además, ayudó a Oppenheimer a crear la bomba atómica, fue amigo de la esposa de Mao y agente de la CIA, siempre fiel a su absoluto rechazo a dogmas e ideologías). Esta vez, en su enésima atropellada aventura, cuando creía que con su jubilación había llegado la tranquilidad, está a punto de poner todo el país patas arriba.