Para los personajes de estos Trescientos días de sol el mundo parece ser creado de nuevo cada día. Las doce historias que componen este libro podrían transcurrir simultáneamente, con personas que se cruzan entre las señales de tráfico y tratan de encajar en sus entornos sin que esto signifique para ellos una claudicación. Los relatos de este libro pueden leerse como variaciones musicales con un bajo continuo: el del delito o su posibilidad. Los protagonistas que van apareciendo lo sufren en algún momento, lo cometen o son testigos de él: pequeños hurtos, un afilador que usa como arma el cuchillo que le acaban de dar, un empleado público que se convierte en cómplice de un pederasta, un guarda forestal que ama la naturaleza y acaba acompañando a los cazadores... Se trata de personajes solitarios que buscan el bien a la vez que conservan la costumbre de llevar una navaja en el bolsillo. Con una escritura fría y afilada, no exenta de humor, Ismael Grasa transita por la línea que hay entre la cordura y la enfermedad. Conforme avanzan las narraciones el lector se siente reconfortado, en un lugar que le resulta familiar e incómodo.