En el extremo de una escarpada península, en un paisaje marítimo de verdes arrozales y acantilados de sosegada belleza, una mujer de mediana edad desencantada y abrumada por la gran ciudad emprende el redescubrimiento de sí misma en una apacible soledad. Humilde y pertinaz observadora, acompañada de su gato, estudiará durante doce meses la sucesión de las veinticuatro estaciones del año japonés. Como un jardinero que respeta escrupulosamente su almanaque, planta a su antojo, se deja purificar por el viento, aprende a escuchar con solicitud la caída de las hojas, hace mermeladas de frutos silvestres, escribe haikus en un cuaderno a la espera de las luciérnagas del verano y se adentra en el bosque, atenta a las presencias invisibles, observando la danza de la nieve.