El niño de Guzmán narra una historia costumbrista: Pedro es un joven español que ha sido educado en el extranjero en las buenas maneras del continente pero en la añoranza de España. Tiene todas las prendas que adornan al joven de mundo, al gentleman, pero a la vez de su educación se ha encargado un fraile irlandés fascinado con una España irreal (la de La gaviota de la Faber); entelequia a medio camino del medievalismo romántico y de las propias ideas de nobleza de la condesa gallega. A su llegada a la zona de veraneo en el Norte de España donde tiene que reencontrarse con su familia, Pedro de Guzmán se va a dar cuenta de que la nobleza del país no es depositaria de valor alguno y no se diferencia en exterior o fondo de la europea; también descubrirá que ha tomado los vicios de una clase media nunca del todo bien parada en manos de doña Emilia y, por último, en el pueblo de puros sentimientos que él imaginaba se encuentra brutalidad, superstición, lumpen y no poco interés en medrar y cambiar de clase. Por si el panorama para el joven no fuera poco desolador, se le cruza una cuñada rumbera que le tiende una trampa en la que él se enamora también ensoñadamente y la vergüenza de descubrir la treta de su familiar hace que decida poner tierra de por medio. No podemos saber cómo resultaría el viaje de Pedro de Guzmán por esas tierras de la España de 1900 que él tanto añoraba porque la muerte de Cánovas interrumpe la historia y la novela y la condesa nunca llegó a escribir la prometida segunda parte. Pero lo cierto es que en esta particular revisión del tópico romántico del extranjero –aquí, expatriado– por caminos de España que realiza Emilia Pardo Bazán, es de suponer que las cosas no serían tal cual la peculiar Fernán Caballero las pintó en sus novelas. Un siglo de positivismo y modernidad han destruido algo que, en todo caso, nunca existió salvo en las mentes de algunos escritores de principios de siglo… Alba González Sanz.