El autor sitúa a sus personajes en escenarios imposibles que de pronto se vuelven cotidianos. O en escenarios perfectamente familiares que, de repente, a saber por qué clase de iluminación interior, se convierten en remotos e inasibles. Venecia, castamente desflorada, se transforma en un intermitente surtidos de luces. Sus reflejos parecen entregarnos una simple noche de amor que comprende las historias todas del Universo. En Samarcanda asistimos a una invasión de cigüeñas dentadas, a una truculenta orgía, a un rito de iniciación que nos acerca a la locura, a los recuerdos que el autor guarda de algunas conversaciones con su amigo Torres en un mortecino cafetucho de Varsovia.