En el episodio galdosiano La Estafeta romántica, hay una carta de Miguel de los Santos Álvarez, aquel “ingenioso y sutil holgazán”, amigo de Espronceda y de Larra, en la que podemos leer su impresión ante el cadáver del escritor: “… suspiramos fuerte y salimos, después de bien mirado y remirado el rostro frío del gran Fígaro, de color y pasta de cera, no de la más blanca; la boca ligeramente entreabierta, el cabello en desorden; junto a la derecha el agujero de entrada de la bala mortífera. Era una lástima ver aquel ingenio prodigioso caído para siempre, reposando ya en la actitud de las cosas inertes. ¡Veintiocho años de vida, una gloria inmensa alcanzada en corto tiempo con admirables, no igualados escritos, rebosando de hermosa ironía, de picante gracejo, divina burla de las humanas ridiculeces…! No podía vivir, no. Demasiado había vivido; moría de viejo, a los veintiocho años, caduco ya de la voluntad, decrépito, agotado”. ¿Un suicidio romántico? Quizá, como sugería Gómez de la Serna, “el suicidio de Larra es un rasgo de humorismo mudo”. En literatura pagó su tributo al romanticismo con una una novela y un drama que atestiguaban la sugestión por el amante infortunado. Pero incluso en «El doncel…» hay chispazos ocasionales que denuncian al Larra mordaz de los artículos, el de la palabra afilada.