El autor, buscando una razón de ser a estas páginas advierte que ni escribe para vivir ni vive para escribir. Piensa que escribe para vivirlo. Por otro lado, se da cuenta de que no profesa ningún credo estético aunque sigue esta máxima que un día se sacó de su magín: Ni grandeza en la destrucción ni belleza en el exceso. Sabe bien a quién puede deberle una palabra y en este sentido se siente vinculado y deudor de la tradición literaria de nuestra lengua, reconociendo la viva emoción con que leía aquellos volúmenes de la colección RTV, allá por el año 1970.