La prosa decimonónica, a finales de siglo, en ocasiones se ha podido achacar de demasiado voluminosa, demasiado prolija en sus descripciones y en la caracterización de la sociedad burguesa, de muy realista, en definitiva. Llama la atención que en La virtud de Cecchina se logran los mismos objetivos del realismo en muy pocas páginas, y con un grado de perfección y de deleite que sorprenden. Esta novelita es tanto una garantía de una gran tarde para el lector curioso, como de asomarse a un balcón con vistas magníficas, exactas y veraces de la sociedad pequeñoburguesa de finales del XIX. Es la historia, sencilla, casi sin argumento, de una mujer casada, aún joven, que no ha visto del todo aplacado los ardores de la lozanía pero que se ha visto reducida al mundo de su saloncito, de sus escasas relaciones sociales, y de un marido tosco y obsesionado por el control del gasto. La presencia de un personaje como el marqués d’Aragona, un encantador donjuán que fija sus ojos en ella, socava completamente ese recluido espacio al que se había abonado. La forma en la que Matilde Serao describe este lance, que se produce más en los terrenos de la imaginación y de las expectativas que en el puramente real, es un ejercicio de costumbrismo primoroso. Las más pequeñas cosas, el significado de cada lira gastada, de cada pensamiento que perturba y magnifica los sentimientos de la protagonista, adquieren un relieve que nos introduce a la perfección en la pequeña cabecita de Cecchina. Entretenimiento, trascendencia, cierto consuelo lenitivo al alma... ¿qué más se le puede pedir a un librito de apenas noventa páginas? (Carlos Cruz, 20 de abril de 2015)
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