Empiezo por lo que me ha parecido bueno: una historia tan entretenida como compleja que su autor maneja con soltura y maestría. Para ser su primera novela he de reconocer que se tiró a la piscina con un triple salto mortal que le salió perfecto. No debe resultar nada sencillo evitar perderse entre tantas idas y venidas del protagonista principal, en las tres líneas temporales y en las subtramas paralelas. «Chapeau» para Dicker en su lengua materna.
También me ha encantado el componente metaliterario de la novela. Los consejos de Harry a Marcus, de escritor a escritor, son ingeniosos y resuenan para cualquiera que alguna vez se haya planteado escribir.
Y luego está lo no tan bueno: a mi juicio, le sobran bastantes páginas y ciertos personajes acartonados que no aportan más que diálogos irritantes y llenos de clichés. Los giros en la trama, cuando son tantísimos, terminan por cansar. Si el foco de la sospecha recae en uno de los personajes y, tres páginas más tarde, se cambia a otro y luego a otro, yo como lector dejo de sorprenderme. Prefiero que las presuntas culpabilidades en este tipo de novelas se cocinen más lentamente. El recurso de los sospechosos cambiantes mantiene la tensión, pero, mientras a algunos lectores les encantará, a otros (entre los que me incluyo) les resultará cansino.
En una novela que se apoya fundamentalmente en los diálogos y donde algunos personajes parecen caricaturas por su forma de expresarse, también he echado en falta alguna descripción más de Aurora. La acción se desarrolla en un pueblecito de Nueva Inglaterra que podría ser cualquier lugar, puesto que el autor apenas se detiene en transmitir la atmósfera particular del escenario de su historia. Gaviotas, un café como tantos y una casa con vistas al mar es todo lo que se nos ofrece. Pero supongo que sigue la línea de las novelas modernas; describir aburre y espanta a los lectores.
O eso dicen por ahí.
Por último, el autor pasa de puntillas por la relación romántica entre el escritor treintañero y N-O-L-A (Hola, Nabokov), de quince años. Supongo que alguna reflexión merecía este tema, pero Dicker no creyó necesario abordarla en ninguna de las más de 600 páginas en las que cuenta su historia. Y, dado que se trata de una novela de género, tampoco creo que resultara imprescindible ir más allá.
Mi experiencia ha resultado satisfactoria solo a medias. Confieso que hubo capítulos en los que aceleré la lectura (y esto es mérito del autor) por el deseo de conocer la continuación de la historia. Pero tantas sorpresas terminaron por abrumarme hasta tal punto que incluso dejó de importarme quién había de cargar con el muerto.
Por cierto, no logré adivinarlo.
En definitiva, «La verdad sobre el caso Harry Quebert» es una de esas novelas de misterio que se leen con ansiedad por resolver la trama, y eso dice mucho en favor del trabajo de su autor. Para mi gusto, un poco más de profundidad y un buen recorte de páginas le habrían dado ese complemento que le falta para acercarse a las grandes obras del género.
hace 3 semanas
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