En 1728 tres navíos zarparon de la Península protegidos por el más absoluto de los secretos en una misión solo conocida por Felipe V, el capitán general López Pacheco y el almirante Blas De Lezo: "algo por lo que los reyes de las naciones sacrificarían las vidas de sus pueblos o de sus propios hijos si fuere preciso". Por mandato del Rey un buque más, el Audaz, se sumó poco después a la escuadra. Con 110 cañones y 1100 hombres embarcados era la más formidable máquina de guerra construida hasta la fecha.
Lo que ni el mismo Rey podía prever es que a bordo de esa nave, embarcado contra su voluntad, había un hombre que en el ocaso de sus días, sin nada o nadie a quien temer, dejó constancia de aquella odisea: Aníbal Rosanegra.