Un hombre joven, con un confuso historial psiquiátrico, abandona el hospital en la ciudad, se inventa una improbable primavera y se instala en un viejo caserón que ha heredado de un tío suyo, en una aldea lejana. El alcalde se apresura a darle la bienvenida. «Me parece muy bien» le dice al nuevo vecino. «Me gusta que venga gente joven a vivir a este pueblo. Gente que todavía no se haya resignado a morir cruzada de brazos.» El recién llegado le saca pronto de dudas. No quiere que luego haya malentendidos. Lo único que realmente le interesa al establecerse en la aldea y así se lo dice al alcalde es dialogar con la constelación de animales que viven en el lugar: ovejas, vacas, gatos, gallinas, gallos, palomas, perros y conejos. A través de un diálogo imposible, lo que pretende nuestro hombre es establecer con todas esas criaturas a las que hay que añadir algunos animales salvajes que viven en los alrededores de la aldea profundos lazos de amor y de compenetración. Diremos ya que la curiosa locura de esta especie de San Francisco laico y ligeramente pecador sirve de motivo de esparcimiento a los desalmados de la aldea. Diremos, también, que nuestro héroe tiene un ojo sensiblemente mayor que el otro. Se trata, pues, de otra de las criaturas asimétricas de Tomeo. Y, por cierto, no la menos infeliz de todas ellas. Una nueva novela de uno de los más personales escritores contemporáneos, que sorprenderá incluso a sus más fieles seguidores.