Sin abandonar esa voz inconfundible que lo ha convertido en un poeta de referencia en la poesía española actual, Antonio Colinas se interna, en Desiertos de la luz, por nuevos caminos que lo conducen a una mayor austeridad y despojamiento. Más que nunca, el autor viaja "hacia el centro de los centros" para traer "como ofrenda, como paloma ardiente / sólo unas pocas brasas": los poemas. Si en la primera parte, "Cuaderno de la vida", prevalecen el mundo real y la anécdota, en la segunda, "Cuaderno de la luz", todo se desnuda en busca de las esencias, de la universalidad de la vivencia humana, y los símbolos se adueñan por completo de los poemas. Los versos se desprenden de adornos, se quiebran y desgarran hasta tornarse imágenes fragmentarias, puros fogonazos de conocimiento. Así, Colinas conduce al lector hasta un mundo donde se unen, en plácida armonía, presente y pasado, música y silencio: en última instancia, Oriente y Occidente. Surge al paso el anhelo de la luz más pura, desnuda, esa luz que a veces sólo se encuentra en lo más oscuro. Y, por doquier, fluye la música, que, de Händel y Glenn Gould al canto de la naturaleza y de las piedras, va depurándose hasta convertirse en una melodía primordial, "que arde / sin consumirse, que por siempre embriaga".