La narradora de Arboleda viaja sola a Italia para una estancia que había planeado junto a su compañero, M., recién fallecido. Allí, fiel a sus paseos de flâneuse que se demora en parajes apartados, humildes cementerios y arcenes de carreteras secundarias, pero siempre atenta a los detalles luminosos, su mirada sella un nuevo pacto con la vida: «Había aprendido a marcharme, a borrar huellas, a guardar lo acumulado y recolectado». Así pues, Arboleda es un libro de duelo, pero éste se trasciende mediante un estilo sagaz, culto y profundamente empático. Ceñido a tres lugares de Italia, tres paisajes, este hermoso tríptico posee la distancia de una moderna geórgica: el dolor es aquello que sucede mientras los hombres viven y trabajan, nuevas aves surcan el cielo y la naturaleza muda. Quizá éste sea el destino de la gran literatura: preservar la memoria sin por ello dejar de «regresar a la ciudad de los vivos».