La mayoría de los lectores tenemos más o manos claro las razones que priorizamos a la hora de comprar libros. Pero los que regresamos de la librería con varios, que vamos sumando a los adquiridos en compras anteriores, nos metemos en el problema de elegir cuál entre ellos, leemos. Comprarlos es una realidad, leerlos, puede ser circunstancial. Yo compro por lecturas de reseñas, por autores favoritos, por el género o por la editorial. También utilizo frecuentemente listas que publican las revistas y los medios de comunicación que respeto. De entrada, me debe gustar el autor, el tema o el género, pero si el autor me es desconocido, no importa. La recomendación me brinda la oportunidad de conocerlo. Fue en una de estas listas donde me enteré de la existencia de “¿Acaso no matan a los caballos?”. Batallé para conseguirlo. No lo encontré en México, y terminé comprándolo en España. Llegó, lo acumulé en una mesa con otros libros, y me olvidé de él. El sábado, meneando libros por allí y por allá me lo encontré. Parecía huerfanito: de un sobrio color morado con letras rojas, se perdía entre tantas portadas multicolores. Se encontraba como sofocado, con tantos libros encima. Al verlo, recordé como llegó, y me dije: “baboso, tanto que te costó tenerlo, y se te olvidó aquí arrumbado”; así que previa sacudida de polvo, me puse a leerlo. Apuesto a que pocos de los que se encuentran leyendo este texto han leído o escuchado algo de Horace McCoy (1897-1955). McCoy, que vivía de sus trabajos como guionista de Hollywood, nunca fue reconocido como novelista, así que me imagino que solo algún cinéfilo, o lector orientado por listas de “las mejores…..”, tendrán el interés de conocerlo. “¿Acaso no matan a los caballos?” no es la gran novela norteamericana, pero es una muy buena novela. Minimalista, concisa, precisa y frugal (152 páginas), la novela nos transporta a una Norteamérica inmersa en la depresión, y nos ubica en Hollywood, en el año 1935, a donde llegaban miles de jóvenes huyendo de la miseria de sus pueblos, para caer en otra peor: la de la explotación, la vejación, en todas sus variantes. McCoy narra la historia de Robert Syverten y Gloria Beatty, que conociéndose apenas, deciden participar en un maratón de baile, muy populares en aquella sórdida época, donde se la pasaran bailando y bailando, junto con decenas de parejas, en la búsqueda de la penosa supervivencia, la más elemental de las luchas que pueden afrontar mientras conquistan un lugar en la fábrica de los sueños. Robert y Gloria no paran de moverse. Solo tienen que danzar sin parar durante horas, días, semanas; con descansos de 10 minutos para comer, acicalarse, descansar y continuar, tratando de ser los últimos en caer, extenuados, humillados, vejados por los organizadores, que en una versión anticipada de los ahora populares “Reality Shows”, los obligan, además, a prestarse a diversas farsas, con el objeto de que el público se acerque al espectáculo, se entretenga y participe con sus porras y patrocinios a realzar el evento. La lista que me impulsó a buscarla, enmarcaba a “¿Acaso no matan a los caballos?”, dentro del género negro. Después de leerla, creo que hay algo más que un homicidio, un juez, un acusado, un cadáver. Las leyes no están preparadas para considerar a la compasión como atenuante de una muerte. Así como se mata a un caballo cuando se rompe una pata, se puede llegar a la eutanasia para hacerle un favor al mundo y evitarle el sufrimiento y abandono a a quien implora por morir, a quien reclama a los científicos sus afanes por prolongar la vida, en lugar de buscar la manera agradable de terminar con ella. En “¿Acaso no matan a los caballos?”, nos enfrentamos a una visón de lo que es el terror social, a las consecuencias que sufre la sociedad cuando le cae encima una crisis económica. Bailar y bailar para tener qué comer mientras se baila. Danzar sin descanso, soñando con permanecer de pie más horas que los demás, para ganar perdiendo, y salir de ahí, bailando y bailando, girando alrededor de la pobre vida, buscando sin encontrar, la salida a esa degradante agonía. Si la encuentran, léanla. “¿Acaso no matan a los caballos?” Merece ser leída.
hace 4 años