Precisamente en una carta al autor de «En las montañas de la locura», Robert E. Howard se definió a sí mismo de la siguiente forma: No soy erudito ni sofisticado. Prefiero el jazz a la música clásica, el musical cómico a la tragedia griega, un Conan Doyle a un Balzac, los versos de Bob Service a la escritura de Santayana, un buen combate a una obra de arte. Fue también el de Providence quien le puso a Howard el apelativo de Bob Two-Gun (dos pistolas Bob), y no es casualidad que la prosa del que fuera uno de los padres de la espada y brujería, así como uno de sus máximos exponentes, inventor de muchos de los modelos que aún imperan en el género, posea la fibra y la reciedumbre que caracterizaban a la persona. La explosiva carrera de Howard está vinculada al «pulp», y especialmente a la cabecera «Weird Tales», en la que vieron la luz creaciones tan fascinantes como Solomon Kane, Kull, Bran Mak Morn o el celebérrimo Conan, su personaje más inmortal. Y aunque truncada en su desarrollo por el suicidio en 1936, lo que nos priva de conocer las cotas que habría llegado a alcanzar, su escritura posee cualidades únicas y apasionantes, que el tiempo y una incombustible legión de seguidores se están encargando de reivindicar.