Ocurre a veces: conocemos a una persona envejecida que, en cuanto pronuncia sus primeras frases, borra la edad y las distancias generacionales. La experiencia opuesta, el encuentro con un ser joven cargado de senderos, es posible. Natalia Litvinova, nacida en Gómel, Bielorrusia, y afincada en Buenos Aires desde sus diez años, es una poeta joven. Pero su voz poética ha superado la juventud. El nomadismo y la cercanía de los grandes poetas rusos cuyas obras ha traducido (Anna Ajmátova, Marina Tsvietáieva, Serguéi Esénin) resumen un tiempo largo en sus versos. Hay además un hilo rojo entre sus páginas y la poesía europea. Es como si sus poemas transmitiesen una desorientación espacial que coincide con la ebriedad poética de Arthur Rimbaud y otros simbolistas franceses. Cada uno de sus versos es un árbol giratorio. Aquí y allá aparecen figuras familiares que vienen de sus extravíos en algún éxtasis con paisaje nevado. Como en su primer libro, Esteparia, la escritora prefiere la brevedad en Todo ajeno. No disfraza ninguna impotencia, sino que elige la depuración. Detrás se adivina un horizonte amplio que tiene las dimensiones de nuestra extranjería. ¿El resultado? Sus textos contienen algo difícil de definir y que los intérpretes de flamenco llaman duende. Lo percibimos con un calambre musical. En contra de los tópicos, Natalia Litvinova prueba que la poesía envuelve uno de esos duendes. Francisco Javier Irazoki