Víctima de la conspiración del silencio con que la crítica arrumbó su obra durante decenios. Alberto Savinio (1891-1952) debe ser ubicado en la estirpe de los escritores secretos. Se ha dicho que fue extranjero en Italia. Algunos datos de su biografía parecen confirmar esto último: nació en Atenas, sus estudios de música y pintura los realizó en su ciudad natal y en Munich, y entre 1910 y 1914 vivió en París, donde fue amigo de Apollinaire, Max Jacob, Picasso y Satie. No obstante, de 1914 hasta su muerte residió en Roma. También muy temprano tomó la decisión de abandonar su nombre de cuna –Andrea de Chirico– por el seudónimo de Alberto Savinio, y en su trabajo creativo caminó entre la literatura, la música y la pintura. ¿Esta condición errante lo convirtió en inclasificable? Acaso las características propias de su pensamiento alimentaron esta marginalidad. Enemigo de cierta especialización académica, explorador de ese mundo de “cosas destruidas” de ese cuerpo en descomposición que tiene por centro a la vieja Europa, crítico aguerrido de las convenciones de la novela del siglo XIX y del verismo, infatigable y en ocasiones presuntuoso desacralizador de las ideas preconstituidas, de los mitos y de todos los esquemas dominantes, Savinio fue excluido, proscrito y marginado de la vida cultural italiana por los grupos literarios dominantes en Italia. Hasta los años setenta no se produjo el primer rescate de su obra literaria y pudieron escucharse entonces las palabras rotundas de Leonardo Sciasca: “Será preciso reunir todos los ensayos y artículos para tener realmente al Savinio completo, y darse cuenta de que se trata, después de Pirandello, del más grande escritor italiano de este siglo”.