Estaban destinados a cambiar el mundo. Un crío gordito que escondía comida debajo de la almohada y una mujercita que jugaba a maquillarse delante del espejo. Un muchacho de color azulado con ojos de divinidad hindú y una niña que tocaba el piano por el día y lloraba por la noche llamando a su madre. Los habían elegido porque eran especiales, porque tenían un don que los hacía superiores. Es fácil convencer a un padre de que su hijo es especial. Decirle que será todavía mejor, el mejor, el encargado de guiar al mundo hacia una nueva era de paz y prosperidad. Persuadirle para que se separe de él y lo envíe a una institución donde se formarán los líderes espirituales del mañana. Eran los años ochenta. Cuatro niños fueron seleccionados para formar parte del Proyecto Índigo. Hoy, veinticinco años después de la muerte violenta de uno de ellos, todavía se despiertan en mitad de la noche y se preguntan quiénes son realmente.