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En el momento en que Frank Harris inicia este tercer volumen de sus memorias, siguen sus tribulaciones con los tribunales neoyorquinos y londinenses, que condenan los dos primeros tomos en términos harto conocidos de todos los que también hemos vivido tiempos de inquisición cultural: “No sólo esta obra es obvia e indiscutiblemente obscena, impúdica, lasciva e indecente, sino que es cochambrosa, repelente y totalmente indignante”, sentencia uno de los jueces... Los que, hoy, lean estos dos volúmenes, ante semejante agresión, no pueden por menos que sonreír... Este tercer volumen de Mi vida y mis amores cubre la década entre 1890 y 1900. Harris nos habla de él, por una parte, de las “sutiles intimidades” de su espíritu y, por otra, de su “instintos y confusos deseos” —que, con la edad, se acentúan—, con el fin de que el lector le conozca “mejor que a ningún otro que haya dado cuenta de sí mismo en literatura”. Curiosamente, es en este período precisamente, entre sus 35 y 45 años, cuando el “espíritu de Jesús” empieza a ejercer mayor influencia sobre él, llevándole a concebir el amor carnal, y sus desvaríos, como parte de ese amor, más metafísico y universal, que es el amor al prójimo. De hecho, Harris no hace aquí sino confirmar la célebre frase de Anatole France : “Todo gran artista y escritor es sensual, y lo es en la misma proporción de su genialidad”.