Silvia tiene más de cincuenta años, el mismo aire que las mujeres de los cuadros de Hopper y un cáncer inoperable. Ha vendido todo lo que tenía para pasar lo que le queda de vida a orillas del mar en una ciudad al otro lado del mundo. Javier, un joven fotógrafo, cuida a Julio, un niño que le pide siempre contar cuentos de piratas y hacer fotos a las palabras. La inesperada historia de amor entre Silvia y Javier y la singular familia que ambos forman con Julio es un aprendizaje desesperado de la felicidad y, para Silvia, la ocasión de poder reinventarse su infancia, cuando jugaba a vender tiempo a cambio de caramelos. La vendedora de tiempo quiere ser una narración vitalista, en la que pasan historias, muchas historias, y los últimos destellos de la vida se exprimen como naranjas. Silvia vive una sexualidad espléndida e intensa y se aferra al cuerpo, al mar y al poder salvador de la ficción.