Acabo de leer, con absoluta delectación, este librito del helenista Pedro Olalla. Una pequeña joya del escritor, profesor, traductor, fotógrafo y cineasta afincado en Atenas. Hay libros que dejan huella, producen una honda emoción y una sensación de bienestar y, cuando uno ha acabado de leerlos, siente una sensación anímica benéfica. El libro tiene un fuerte contenido ético, es un texto comprometido con los principales problemas de nuestro mundo. Con él, he aprendido muchas cosas. Es este un libro muy singular, fácil de leer y muy ameno. Nos habla de la actualidad, con vehemencia y pasión. Es un importante varapalo a la “democracia” contemporánea. Pero esta acuciante realidad está puesta en relación con el pasado. Este pasado, escenificado por los tiempos gloriosos de la democracia ateniense, es el patrón ideal, la culminación de nuestros más altos valores. Una época de la que Olalla, como prestigioso helenista, habla con mucha propiedad y soltura. El libro es un apasionado alegato sobre el espíritu ático, sobre la Atenas que vio amanecer los valores democráticos para la humanidad. En contraposición, el autor delata la degradación de la democracia en la Europa de nuestros días. Olalla es muy elocuente y explica con lucidez y simplicidad los males de nuestros días, de la corrupción de nuestros políticos, del declive de nuestras instituciones, del sufrimiento de los más desfavorecidos, víctimas de una sociedad insolidaria que ha abandonado el bien común en favor de los intereses egoístas de unos pocos. Pedro Olalla escribió este libro mientras Grecia se derrumbaba entre 2010 y 2014. Como el mismo dice, las ideas que en él se recogen han surgido de los hechos, del contacto consciente con la ciudad antigua y nueva, de la vivencia cotidiana del abuso, la mentira, la pasividad, la impotencia y la injusticia. El libro es un lúcido análisis de esta realidad, que hoy podemos extrapolar a toda Europa, no sólo a Grecia. La originalidad de este análisis está en el acierto de comparar esta realidad actual con la edad dorada de la democracia ateniense. Esta idea discursiva hace muy ameno el libro y produce un efecto muy singular al comparar los males de hoy con los valores, los problemas y las soluciones de tiempos remotos. Este discurso se desarrolla en un paseo ideal por la Atenas clásica, a través de una evocación de su Ágora, de sus templos, de la vida febril de sus calles y mercados, de sus grandes pensadores y sabios, renacidos en la imaginación del autor para que nosotros, lectores actuales, podamos revivir de nuevo aquellos tiempos. Esta evocación de la edad de oro de los valores, descritos magistralmente por el experto helenista, gravita en torno a la vehemente opinión personal del autor, que flota ingrávida en el aire –también—sobre la conciencia del propio Olalla. El libro discurre como un paseo por los lugares míticos de la Atenas de la época clásica: la Colina de las Ninfas, desde la que se observa una extraña ciudad que, hace milenios, señaló ideales que aún siguen siendo revolucionarios, para descender y volver a subir hacia Pnyx, donde Solón dirigía su Elegía a una Atenas herida, comparando la situación de entonces con la de Grecia, que está siendo objeto de una incesante e impune operación de extorsión y saqueo en nombre de una controvertida “deuda”. Todos los que vivimos aquí –dice el autor—nos hemos convertido en sus titulares: sus beneficiarios son élites locales y foráneas. Solón tuvo la valentía de decretar la Seisachteia o “alivio de las cargas”: la nulidad de las deudas que esclavizaban a gran parte de la población y la prohibición de estipular en adelante préstamos avalados por la libertad personal. En su ilustrado deambular, bajando de Pnyx y camino de la Roca del Areópago, Olalla concluye que a la vista de los que está pasando, se podría afirmar sin ambages que la democracia actual utiliza el sistema de voto y el prestigioso nombre de la antigua para legitimar los intereses de una oligarquía encubierta. Y frente a esta tremenda impostura, la falta de participación ciudadana, el cultivo silencioso de la desafección política, las intrincadas estructuras de representación, la mecánica de los partidos, los intereses que se defienden, el poder de los grupos de presión, las flagrantes desigualdades de hecho y, sobre todo, la creciente brecha entre Ellos y Nosotros –antiguos y modernos--, bastan para afirmar que nuestras democracias modernas no son, como se dice, una versión realista y adaptada a las necesidades del presente de la antigua democracia ateniense. No. Son algo bien distinto: son su negación. En el Ágora clásica asistimos atónitos a la perfección de sus órganos políticos: la Asamblea, el Consejo de los quinientos, instituido por Clístenes, que preparaba los asuntos sobre los que debía pronunciarse la Asamblea, la Heliea, un cuerpo judicial de seis mil ciudadanos renovado anualmente por sorteo, que ejercían un poder judicial que ofrecía unas garantías que serían envidiables en nuestras democracias actuales, pues la Heliea era un jurado imposible de sobornar. El Altar de los Héroes Epónimos, en el Cerámico, la Academia… cada uno de estos lugares evoca en el autor el espíritu de nuestros ilustres antepasados griegos; en estos mismos lugares admirados hoy deambularon Platón, Aristóteles, Sófocles, Heródoto, Fideas y tantos otros sabios y artistas. Entre estos restos, hoy sumergidos en el fragor de la gran urbe contemporánea, surgió el espíritu democrático. Solón, Clístenes y Pericles, tres personajes clave en las sucesivas reformas que alumbraron la razón democrática. Aquellos atenienses del siglo V a.C. inventaron el concepto de ciudadanía. La historia de la democracia ateniense no es sino la historia del paso progresivo del poder a manos de los ciudadanos. La democracia surgió del alma de los griegos, que desde Homero y Hesíodo habían comprendido que la vida de cada ser humano es única y más valiosa que cualquier tesoro o cualquier ambición. Pedro Olalla nos conduce a través de estos espacios del pasado, hoy evocadoras ruinas de su grandeza, en un paseo que resulta enormemente poético y sugerente. Sus evocaciones despiertan en nosotros todo un mundo de referentes íntimamente ligados con nuestro ser, con la educación y la cultura que nos ha conformado. Con una habilidad sorprendente, Olalla levanta de nuevo los espacios de antaño, que surgen reconstruidos en nuestra imaginación de las ruinas de hoy, para darles vida y animarlos con los grandes hombres que inventaron las grandes conquistas de nuestra civilización: la condición de ciudadano, la libertad, la importancia de la palabra, la justicia, la virtud. Pero este paseo ilustrado y pedagógico por la cuna de la democracia, no es simplemente una lección magistral; es una evocación de la grandeza del pasado para compararla con la actualidad, para poner en tela de juicio nuestros errores de hoy y que nos permita redescubrir la senda de la justicia y la democracia de ciudadanos libres e iguales. La Athenaeon Politeia (“Régimen político de los atenienses”) es el principal testimonio de que disponemos para hacernos una idea de lo que fue la democracia de la Atenas helénica. Olalla pone su erudición al servicio de una labor pedagógica fantástica: enseñarnos de qué manera ellos supieron sortear los problemas y las trampas para dar con un sistema que funcionó con una precisión aún no alcanzada en nuestros días. El autor sostiene que la democracia, tal como la concibieron los griegos atenienses todavía no se ha cumplido totalmente, es aún una asignatura pendiente. Sorprende comprobar como establecieron sus instituciones para evitar la corrupción, garantizar un auténtico poder democrático evitando el secuestro de los poderes públicos por las élites dominantes y como se reorganizó la sociedad en nuevas clases sociales para evitar desigualdades. Al mismo tiempo, crearon un sistema por el que comprometieron a todos y a cada uno de los ciudadanos con la responsabilidad del poder y de la gestión de la cosa pública. Resulta fascinante el sistema por el cual los gestores políticos no eran elegidos, sino nombrados por riguroso sorteo y ejercían su función periódica por rotación entre los ciudadanos atenienses. De esta forma, no solo se custodiaba adecuadamente el poder del pueblo, sino que este se comprometía y se obligaba a trabajar por la democracia, compaginando durante un determinado periodo esta tarea con sus asuntos particulares. Ante el Ágora ateniense, espacio mítico que construyó el espacio ciudadano por primera vez en la historia, el autor evoca cuestiones de la máxima trascendencia: ¿Es la ley la justicia? Contra la arbitrariedad del poder, ¿es legítima la desobediencia? ¿Qué separa esa desobediencia constructiva de la mera violación de la ley? ¿Qué espacio reservan hoy nuestras deficientes democracias para la implicación del ciudadano en la política? Es un libro cargado de poesía, que se lee de un tirón. Es también un alegato por un futuro mejor, un guiño a los europeos para que recuperen el sendero perdido, señalando el ejemplo de los antiguos. Un sueño revolucionario que ya marcaron los atenienses con su espíritu ático y que aún no se ha cumplido, pues no en vano Platón y su discípulo Aristóteles concibieron la ciudad –la polis—como suprema obra de arte, como la creación más propia y más valiosa del espíritu griego.
hace 8 años