El planeta, visto desde el espacio, presentaba interminables cruces de carreteras, sin que apareciese ciudad alguna. Los caminos, como una constante infinita, se cruzaban entre sí, formaban nudos, se conectaban unos con otros. Y sobre ellos corrían los castillocar, con las flámulas ondeantes al viento, las lanzas en la terraza, y los caballeros y damas justando o divirtiéndose sin cesar. Jamás se detenían, ni de día ni de noche. En las mesas de los vehículos, el hidromiel se derramaba de las jarras de peltre mientras las damas, con los vestidos más provocativos, asediaban a los caballeros y los sangrantes filetes de buey humeaban en las mesas, y la espumeante cerveza desaparecía en las resecas fauces. Los criados mecánicos esperaban para cumplir el más pequeño deseo de sus amos, y los motores rugían en la noche sin cesar. Bajo la égida del misterioso rey Arturo hacía ya generaciones que las cosas eran así. Pero la tenacidad de uno de esos caballeros, Sir Pertinax le Percutens, llega a desvelar el misterio de esa vida en continuo movimiento sobre las rutas interminables. ¿Qué era realmente lo que sucedía en este planeta perdido en el confín de la galaxia?