Épico y moderno, este libro mítico es un perpetuo homenaje a los detalles exactos. Podría afirmarse que Léon-Paul Fargue no hizo otra cosa en su vida que prepararse para escribirlo; toda su existencia, todas sus experiencias humanas y literarias, todas sus obras desembocan en estas páginas. Fargue, que había nacido en 1876 en París, escribió la mayor parte de El peatón de París en 1938, para publicarlo un año después. Todo el libro parece un único y modulado plano secuencia; o, si se prefiere, una melodía. También un caleidoscopio que no dejara de girar.
En algunos pasajes, Fargue nos conduce incluso, gracias a su fabulosa memoria y a sus dotes de poeta y narrador, hasta el París de finales del XIX; no camina con un rumbo concreto, sino que se deja llevar. Suma el detalle histórico o arquitectónico a los recuerdos y la ensoñación, y descubre maravillosos tesoros en los personajes y calles más anónimos. Su ciudad, de cafés, muelles, mercados y cabarets, está llena de desconocidos tanto como de una seductora nómina de personajes célebres —Picasso, Satie, Proust, Morand, Radiguet, Mac Orlan…—, representantes del tout Paris.
Memoria sentimental de la ciudad y de sí mismo, de lo que vio, de lo que ya no existe, amigos, casas, barrios, plazas… el tono nostálgico que atraviesa El peatón de París queda a ratos en sordina gracias al cambio de registros y la pura risa: el inteligentísimo humor de Fargue sabe ofrecer, tras el párrafo de ecos baudelerianos —puro spleen—, grandes cuadros satíricos de esa misma sociedad evocada. Al pasar estas páginas, tan contemporáneas y vívidas a pesar del transcurso del tiempo, volvemos a tener la certeza de que el París de los grandes flâneurs no es sólo tiempo pasado, una ciudad de leyenda perdida ya para siempre, sino que permanece muy viva y es mucho más que literatura.