Pocos autores en el siglo XX han sido tan discutidos y polémicos como David Herbert Lawrence. Algunas de sus novelas fueron prohibidas en Inglaterra por obscenas, y a pesar de haber revolucionado la técnica novelística, su estilo ha sido a menudo cuestionado; T. S. Eliot llegó a decir en una de sus pataletas que sus novelas estaban "extremadamente mal escritas", cuando lo cierto es que sus relatos poseen una vida propia que, como dice E. M. Forster, "es fácil de criticar pero imposible de olvidar". Los tres relatos que forman este volumen son la mejor muestra de su última época. "La mujer que se fue a caballo" evoca con brío el asombro, la belleza y el alejamiento, casi inhumano, de las tribus indígenas de las montañas. Su protagonista es una mujer soñadora que escapa de la vida convencional para irse a vivir con unos indios que la llevarán a encontrar algo muy distinto de lo que en principio creía buscar; la mujer aceptará un terrible destino y la fuerza mágica del cuento hará que todo resulte completamente verosímil. "El gallo huido", escrito algunos meses antes de su muerte, es un relato no menos asombroso. Lawrence cuenta su propia versión de un conocido episodio del Nuevo Testamento utilizando el sexo como ejemplo y trasfondo para su propio sentido mítico de la vida. La fábula no deja respiro y también resulta del todo real. Las tres secuencias finales de "El hombre que amaba las islas" forman, a la manera de los cuentos filosóficos de Hawthorne, una vigorosa parábola sobre los peligros del aislamiento, si bien es verdad, como dice el escritor mexicano Juan Villoro en su rica y penetrante semblanza, que "en sus cuentos, Lawrence contiene su tendencia de mitógrafo: no escribe parábolas sino historias que admiten lecturas múltiples"