Hay un tipo de lector que tendría que tener esta novela entre sus lecturas ineludibles: el aficionado a la literatura policíaca. Más aún el que encuentre el atractivo del problema del cuarto cerrado, aquel que se cierne en torno al asesinato producido en una habitación atrancada por dentro, donde el asesino no podría, en un principio haberse introducido materialmente dentro. El gran misterio de Bow es, además, y junto con Poe y Gaston Leroux, uno de los más tempranos cultivadores de este tipo de enigma. Pero se le haría poca justicia a Zangwill si nos limitáramos a encuadrar su interés en lo puramente policíaco y la resolución de puzzles a través del método inductivo, a pesar de la más que evidente eficacia e inteligencia de su resolución: es un relato que tiene mimbres de otorgar una o varias tardes de deliciosa lectura a casi cualquier tipo de lector. Su prosa es pulcra, muy agradable de leer, y junto a la trama detectivesca se agolpan un buen número de argumentos a favor de su lectura: el dibujo de una atrayente galería de personajes londinenses —los detectives, el sindicalista, el obrero...— bien trazados, el recurso constante de agradables píldoras de humor, y una trama y ritmo que mantiene inmerso al lector, no solo por lo policíaco, sino también por los hilos secundarios: la competición entre los dos detectives que se aproximan al caso, uno en funciones y el otro jubilado, las desventuras del poeta sin chelines que tiene en las mujeres su debilidad, etc. Su extensión, que no es extensa y no pesa, y la cuidada labor de Ardicia al recuperar el texto —con una buena traducción de Ana Lorenzo, se conjugan para darnos una pequeña joyita que seguro disfrutará todos y cada uno de los lectores que se adentren en El gran misterio de Zangwill. (Carlos Cruz, 30 de marzo de 2015)
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