Estaba sucediendo. En el Himalaya, en el sur de África, en Bosnia, en Java: personas particularmente desafortunadas habían establecido contacto con el mundo inferior. Muchas de ellas no lo podrían contar; otras sí. En cualquier caso, se pudo saber que existía una nueva frontera; el mundo subterráneo, una gigantesca red de chimeneas, galerías, cuevas y cámaras que se extendían hasta profundidades desconocidas. Un mundo que, además, estaba habitado por seres temibles, salvajes. Inhumanos. Era inevitable que, a pesar de los problemas, alguien pensara en la explotación comercial de los abismos. Alguien lo suficientemente poderosos como para organizar una expedición científica hacia lo desconocido, para elaborar un mapa del infierno. Tan abajo como para llegar a las gradas del trono de Satán...