Conviene cerrar los ojos cinéfilos y abrirlos nuevamente, ávidos de historias extraordinarias, para encontrarse con el Button imaginado por Scott Fitzgerald.
Pero no, no diré eso de que el libro es mejor que la adaptación cinematográfica, entre otros motivos porque abandoné la sala muy emocionado y porque todavía me emociono al ver a Cate Blanchett con su amor entre los brazos y en brazos.
Volviendo al caso de Button, además de curioso, diría que es tan improbable como necesario: ¿Cómo nos sentiríamos naciendo viejos y muriendo bebés?, ¿qué experimentaríamos si el minutero girase en dirección contraria?, ¿qué ocurriría cuando el tiempo y la vida se cruzasen por la calle sin reconocerse?, ¿sería la muerte menos muerte si antes de levantar su guadaña la hiciéramos dudar, pensárselo dos veces?, ¿por qué no ser conscientes de nuestra llegada al mundo?
A pesar de que el relato es divertido, bajo el humor subyace cierta agonía. Benjamin Button hace que el reloj enloquezca, pero, como el resto de los mortales, no es capaz de detenerlo ni de entorpecer su ritmo.
Diversión y agonía en una misma historia, la de un hombre que, sabiéndose extraño, nunca se arredra y obtiene aquello que desea.
¿Y el amor? Me quedo con el de la gran pantalla, un amor de película, que mantiene la cabeza alta y mira a la cara de la vida y de la muerte fijamente, sin miedo.
hace 7 años
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