Philip Larkin, o el lirismo cotidiano.
El poeta que nos ocupa no es un personaje cómodo: alcohólico, misógino, mujeriego y con antecedentes familiares con reconocidos apegos filonazis, Larkin podría haber sido fácilmente uno de tantos autores engullidos por su biografía, sin embargo, podemos decir sin ningún tipo de duda, que fue uno de los mayores renovadores de la anquilosada y excesivamente académica lírica anglosajona. Amigo íntimo de Kingsley Amis, presenta en su obra unas conexiones, en ningún momento disimuladas con las del excepcional novelista: la querencia por referencias al mundo académico, los andenes fríos, las madrugadas, la oscuridad y suciedad de hollín y óxido de las urbes británicas, la bruma y la humedad y el alcohol, que empapan los huesos. Porque ese, es el principal hallazgo de la poesía larkiana: el uso de imágenes que, en otras circunstancias, se hubiesen considerado vulgares e incluso obscenas, regodeándose en no pocas ocasiones, en la belleza de lo cotidiano, en su forma más cruda, utilizando anécdotas, hechos triviales, banalidades que pasarían desapercibidas, no sólo para el más común de los mortales, si no también, claro está, para la gran mayoría de los autores poéticos contemporáneos, más centrados en la belleza de cielos lejanos que en la de la sucia tierra que pisan.
Esta antología es una pequeña muestra del escueto opus del autor, que sometía a cada poema a un proceso de perfeccionamiento y pulimentado cercano a lo obsesivo: desde sus primeros y no por ello menos interesantes versos, hasta su etapa final; pasando por su
época de esplendor, con obras tan excepcionales como Ventanales o Las Bodas de Pentecostés, en las que en todo momento aparecen de forma casi lapidaria, las imágenes y temas que recorren toda su obra: la nostalgia de la infancia, el sentido de vacío, el paso del tiempo, la corrupción física y espiritual, la degradación y el miedo a la muerte.
Ya hemos dicho que Philip Larkin no fue un hombre ejemplar, al menos en lo personal, pero pocas veces han coexistido de una forma tan armónica, una personalidad tan fría, metódica y de pulcritud casi aséptica; con una capacidad de observación excepcional, capaz de descubrir la delicada belleza que se esconde debajo del moho, los escombros y la mugre de las calles de una Gran Bretaña que tímidamente, comenzaba a recuperarse tras los rigores de la guerra y la postguerra.
Como ejemplo, y para finalizar esta reseña, es de ley dar al autor su propia voz para definir muy claramente, ya desde el primer poema de la antología, su visión creadora del mundo, que aparece con asombrosa y transparente nitidez en los versos finales de este Modestias (1949):
Los hierbajos no deberían crecer,
pero poco a poco,
alguno da una flor, aunque
nadie la ve.
(José María Durán, 5 de enero de 2023) hace 1 año